¿Te consideras una persona envidiosa? ¿Tiendes a compararte con los demás como el mono del vídeo que hay colgado arriba que agrede a su cuidadora cuando se da cuenta de que a su vecino de jaula lo premia con uvas en lugar de con un vulgar pepino como a él? Envidia y comparación no son lo mismo, ya lo sé, pero ambas pueden amargarnos la vida si no sabemos cómo gestionarlas.

Este vídeo lo conocí la semana pasada, en una conferencia que Emilio Duró dio en la Diputación de Málaga. Él contaba en esa conferencia cómo la comparación puede amargarnos la vida y, como ejemplo, puso el vídeo del mono que, todo hay que decirlo, nos sacó una carcajada a la mayoría de los asistentes (si no lo has dado al play, te recomiendo que lo hagas porque no tiene desperdicio).

El experimento que muestra el vídeo trata de probar cómo los monos capuchinos reaccionan ante el trato desigualitario: al principio del mono de la izquierda está contento porque recibe un trozo de pepino como recompensa a hacer bien su tarea, que es darle una piedra a su cuidadora. Cuando se da cuenta de que al otro mono por la misma labor lo premian con uvas es cuando comienza rebelarse: primero le lanza el pepino a la investigadora para, al final, pasar a tirarle una piedra.

¿La comparación es necesaria?

Yo no estoy de acuerdo con Emilio Duró en que la comparación sea algo que nos amargue la vida. Llevada a sus extremos, como todo, puede amargarnos la vida, pero tiene su utilidad. Creo que la comparación es necesaria e incluso es habitual que aprendamos por comparación, relacionando dos elementos diferentes, extrayendo cuáles son sus similitudes y sus diferencias. En la Programación Neuro Lingüística, por ejemplo, usamos para la adquisición de nuevas habilidades el modelaje que es observar a alguien que sea excelente en algo e intentar imitarlo: ahí también hay una comparación que nos facilita el aprendizaje.

Sin embargo, hay un momento en el que esa comparación puede dejar de ser útil y lo importante, desde el punto de vista del desarrollo personal, es cuando esa comparación la usamos para juzgar al otro o para juzgarnos a nosotros. No es lo mismo decir “esta flor es naranja mientras que esta es amarilla” a decir “esta flor tiene un naranja maravilloso mientras que la otra está amarillenta y pálida”. En la segunda parte hay una comparación, un más y un menos, un más bonito y un menos bonito.

A nosotros nos pasa lo mismo: lo normal es que cuando usamos la comparación lo hagamos para decir lo que es mejor y lo que es peor, lo que está bien y lo que está mal, lo que es bueno y malo. Si fuéramos capaces de comparar de una manera desapegada, esa comparación sí que tendría una utilidad, en el momento en el que nos implicamos y pensamos que el objeto a comparar es mejor o peor esa comparación ya deja de tener utilidad al estar contaminada por nuestra visión.

Hay personas que, por su carácter, tienden más que otras a compararse. Es posible que, en apariencia, lo tengan todo, pero siempre van a encontrar la mota de polvo que provoca que su traje no esté del todo impoluto. Llevado al terreno emocional esta tendencia a la comparación puede ser algo trágico: hay personas que siempre tienen puesta la visión en lo que falta, en lo que no está, de modo que nunca van a ser felices con lo que tienen aquí en este momento, siempre van a sentir que el pasado fue mejor o que lo bueno está por venir. ¿Es ése tu caso?

Esa comparación puede llegar a generar una envidia mordaz, un sin vivir. De hecho, de España dicen que es un país de envidiosos en los que es difícil de soportar que al vecino le vaya bien, algo parecido a lo que narra este cuento:

Un viejo granjero estaba enojado mirando los daños de la inundación. “Hiram”, gritó el vecino, “todos tus cerdos  se desbarrancaron por el arroyo”
– “¿ Y los cerdos de Thompson?”, preguntó el granjero.
– “También se fueron”
– “¿Y los de Larsen?”
– “Sí”
– “¡Mmn!” -Soltó el granjero contento- “no es tan malo como pensé”

Pensar como piensa el granjero del cuento puede resultar algo muy peligroso porque tu felicidad siempre va a tener como referente al otro: si al otro le va bien no vas a poder ser feliz, si le va mal, sí. Aunque será momentáneo: ya llegará otra persona con la que compararte. Pero no te preocupes, que hay una solución.

El antídoto a la envidia

Sí, la envidia tiene un antídoto y ese antídoto se llama ecuanimidad. ¿Qué es la ecuanimidad?  La ecuanimidad es la imparcialidad en el juicio. Y esa imparcialidad en el juicio ha de comenzar con uno mismo. La ecuanimidad se puede cultivar con la meditación porque permite la observación desapegada, sin adjetivos, y un buen ejercicio, desde el punto de vista del coaching de vida, para trabajar la ecuanimidad es el tomar conciencia de todo lo que tenemos en nuestra vida. Una buena idea puede ser hacer un listado de todo lo que nos da satisfacción en el día a día, lo que nos hace feliz.

Con una clienta que, hace unos años, me decía que nadie hacia jamás nada por ella mientras ella hacía mucho por los demás le propuse como tarea que anotara cada día cinco acciones que sus personas próximas hicieran para hacerla más feliz a ella. En la sesión en la que le hice la propuesta me protestó: “No voy a poder hacer el listado. Nadie hace nada por mí”, me dijo. Yo lo insití: “Inténtalo. No te pido que hagas nada, sólo observar y anotar lo que los otros hacen cada día para hacerte más feliz”.

Cuando volvió a la semana siguiente su percepción de la realidad había cambiado de forma radical. Se había dado cuenta de que los otros también hacían cosas por ella y que también intentaban hacerla feliz. Ahí ya no cabía la comparación, el yo doy más y no recibo nada a cambio. El antídoto, como he dicho antes, fue la ecuanimidad, el valorar lo que tenía, eso que ya estaba en su vida y que la hacía única e irrepetible. ¿Te atreves a dejar que la ecuanimidad entre en tu vida?